12.12.21

No mi nombre

“¿Quién eres?” me preguntó sabiendo mi nombre, habiéndome acompañado en los últimos días de mi vida. De esa vida. (Pensé que nunca se acabaría.) ¿Qué tan mal hubiera sonado decirle que no lo sé? Me borré, me olvidé, me dejé en el camino. Soy lo que sea que aparezca en mí cuando estoy aquí, solo, y cuando estoy con él. Soy lo que existe después de todo, después de todos los horizontes que había imaginado en mi vida. Ni reconozco esa vida como la mía, ni este cuerpo como el mío. Sólo reconozco mi nombre.

31.10.18

G N O M O N

Un abismo llama a otro a la voz de tus cascadas;
todas tus ondas y tus olas han pasado sobre mí.

Salmos 42:7


Ultonia, a nueve de enero, anno Dni. 1659

Su Excelencia,

La Providencia del Señor nos alcanza cuando más sentimos su necesidad, y en la claridad que nos ofrece reconocemos el alto propósito que hemos de cumplir. Si bien es cierto que mi fracaso es capaz de condenar mi alma, que no merece ya nada mejor, también lo es que ahora veo con la lucidez de la que Dios Misericordioso me ha provisto en su infinito amor. ¿Y qué es el amor sino la gracia más inmerecida? Yo ya pertenezco a la oscuridad, pero sólo Dios conoce todos los caminos y dicta todos los juicios.

Como la verdad nos hará siempre libres me he propuesto hacer llegar a Su Excelencia, en franca conciencia, mis conocimientos respecto de los hechos ocurridos aquí, dando fe con mis propias letras del pobre desempeño de que fui protagonista, aun antes de que la prudencia de Su Excelencia me llame a ello. Además he incluido dos manuscritos. El segundo es el original del testimonio tomado del hermano Adán, nuestro velador, Dios lo tenga en Su Gloria, esta mañana. El primero, sin embargo, fue encontrado en la abadía anoche por el prior Daniel, y tras los debidos interrogatorios todos en la comunidad niegan haber sabido algo de él. Nadie más que yo lo ha leído, y lo he hecho, que Dios me perdone, porque en mi sentido de responsabilidad he desconocido la autoridad de la Iglesia.

[falta una hoja en el original]

y convencido de que su mayor necesidad era el amor. No deseo, Su Excelencia, otra cosa que postrarme ante Su Merced, buscando serle útil, y así también al Señor, si es posible antes de que deba enfrentar mi propia hora. Le ruego a pesar de ello, en medio de la consternación, que considere, cuando así suceda, excusar la petición de pronunciar las palabras contenidas en ese manuscrito, pues aún en mi absoluta sinceridad, buscando la compasión del Señor y de la Iglesia, soy incapaz de relatar los sucesos que han de llevarme a las puertas del infierno, si esa es la voluntad de Dios.

[sin firma]


INCIPIT

En mi caso es incorrecto decir que descendí a la locura. No fueron los libros, si acaso por ellos pude resistir todo este tiempo, tan impasible, tan serena; descendía en la noche al sótano (sólo ahí podía ocultar la luz de los demás) y leía lentamente, con cuidado, hasta que veía en las velas que había pasado el tiempo. Todos dijeron que enfermé por leer sola, porque leía movida por la obsesión, porque una mujer no debe leer, pero los libros me permitieron resistir. Yo ya estaba llamada a mi horrible fortuna, y sin los libros todo hubiera ocurrido antes, tal vez cuando todavía era muy joven. Como Penélope postergaba la proximidad de sus pretendientes deshaciendo de noche el sudario que tejía de día, yo mantenía alejado mi destino destejiendo los pensamientos que se formaban en mí.

Pero en la noche rondaba el velador, que hace tiempo fue ordenado vigilarme; paseaba por los pasillos que dan a mi alcoba, y las llaves que se colgaba al brazo sonaban desde muy lejos; era tenue y débil el sonido, pero en el silencio cobraba claridad. La locura, mi locura contra todos, no venía de otra fuente que de la proximidad de esas llaves, esas malditas llaves que suenan como cadenas que se acercan poco a poco, primero pequeñas como las de collares y pulseras, después grandes como las de los grilletes de los condenados. Era mi condena otra vez ante mí, el recuerdo de que mi suerte estaba decidida. Una noche esas llaves llegaron hasta la puerta del sótano: apagué las velas, contuve la respiración; el viejo eunuco se detuvo detrás de la puerta. En mi terror mis manos se fueron a mi cuello y mis uñas presionaron mi piel. Él ya no se movió más y dejó que el silencio me ahogara. ¿Me habría visto, me habría oído? ¿Qué sería de mí si me delataba? No me atreví a respirar, pero él estuvo demasiado tiempo ahí; yo podía sentir su presencia al otro lado de la puerta, su aliento, su horrible calor, el cilicio apretado reabriendo sus cicatrices; lo veía en mi mente, corcovado, doblando el cuello hacia la puerta, acercando el rostro a la madera hasta casi tocarla, apenas conteniendo la emoción con gestos deformados. Y en el silencio pronunció mi nombre:

— Aurora.

Cómo odio ese gruñido que hace pasar por voz. Me estremece el recuerdo de ese sonido entre mis tormentos, cuando se agolpaban sobre mí el hambre, el caliente cilicio y su perversa mirada, tan llena de placer ante mi suplicio. El abad me dijo que mucho tiempo atrás había intercedido por él ante el obispo para que pudiera quedarse en la abadía, igual que después lo había hecho por mí, «pero debes tener claro el sentido en el que somos como padre e hijos, hermano y hermana, pues eres completamente distinta a él y algún día habrán de separarse; nunca apartes de tu mente la distancia que debes guardarle, recuerda que es de la mujer la culpa de la Caída». En esta hora puedo decir lo mismo, pero en aquella noche, con las uñas marcándome la garganta, no había ninguna distancia entre mi desesperación y su repugnante lujuria. Los chillidos de una lechuza cortaron la noche, tuve que comenzar a respirar. Pero el velador de pronto dio la vuelta y escapó; no se retiró como había venido, huyó. Me quedé sola en la oscuridad, no podía más que seguir respirando hasta que el terror me abandonó, no podía pensar. Por fin las horas de silencio y oscuridad me devolvieron la cordura y salí hacia mi alcoba.

Qué diría el abad si conociera la mitad de las fantasías de este diablo, con cuáles fuegos querría purificarlo. Pero si el abad se decepcionara de su falso hijo yo recibiría toda la carga de sus exigencias. Si puedo elegir, elijo que él se hunda.

Me criaron en la idea de que un sacrificio es necesario, yo había pensado que nunca sería la víctima. Pero el abad entró una mañana de noviembre a mi alcoba después de salir la sirvienta, y tras hacerme rezar me dijo «alégrate hija, porque cosas buenas van a tu encuentro: hemos recibido esta mañana la buena nueva de parte del Presbítero, que está en la diócesis. El tribunal, hija mía, ha reconocido tu ejemplo y ha mostrado satisfacción ante tu noble voluntad. Están dispuestos a concederte la gracia de la purificación, que tu alma no vague más por caminos erráticos y llegue al fin a buen puerto: la santidad…», y siguió hablando con voz dulce mientras en sus ojos brillaban pequeñas lágrimas.

Sus palabras de consuelo tuvieron poco efecto en mí. Años atrás, cuando era niña, él sabía devolver la tranquilidad a mis pensamientos con palabras de cariño y sabiduría. Me adoptó como su hija, o hizo lo más cercano a eso que pudo, y es la única persona entre los adultos que me ha mostrado compasión y me ha obsequiado algo valioso: me enseñó a leer. No lo olvidaré. Cuando estaba perdida y no me buscaron encontré la abadía y me escondí ahí; él no tardó en encontrarme e intentar detener mi llanto, yo no cedí; me preguntó mi nombre, me preguntó si había huido, le dije que no, que me habían echado.

— ¿Por qué?

— Por reír.

Suspiró lleno de ternura y dijo: «hija, la risa es la expresión más alegre de lo más bello en nosotros; tu belleza no debería soportar las lágrimas injustas, tú estás hecha para la luz, reír y hacer reír, y si sigues tu camino natural todo junto a ti lucirá más bello. Tu semblante será como las nubes que el sol de la risa ilumina, como una hermosa planta que al reír florece».

Sus palabras siempre contrastaron con la severidad con la que actúa sobre sí mismo y los demás. Con los años he aprendido también que guarda un cierto culto al silencio del que nunca habla; sus alumnos pierden con el tiempo el interés por hablar y ganan en fervor por el libro sagrado. A mí me da sus clases con menor frecuencia pero en el mismo lugar que a ellos, el ágora del tercer jardín. Ahí aprendí a leer a la sombra de los tejos, fascinada por sus libros iluminados, enamorada de las palabras que recibía desde el otro lado de un abismo de tiempo y espacio. A él lo alegraba mi dedicación, nadie lo cuestionó por miedo a su autoridad. Un día al final del otoño me dejó leyendo mientras atendía sus asuntos, como a veces hacía, y después de un momento creí oírlo acercarse. Levanté la vista, entre el follaje verde y sus arilos apareció un muchacho con el cabello del color de la madera, al verme se quedó quieto y buscó alrededor con la mirada. Le pregunté su nombre.

— Álastar.

Apenas podía hablar, sus ojos oscuros evitaban los míos. Le pregunté si el abad era su maestro, asintió. Debía ser un escriba o un aprendiz de diácono. Hubo silencio un momento bajo el canto de las aves. Su rostro enrojeció, me pregunté si yo también me vería así. Entonces sonaron los pasos del abad al otro lado del jardín, seguidos de su voz, que apenas se distinguía. Volví al libro, cuando el abad entró al ágora acompañado de uno de los priores yo ya era la única ahí. «Has estado mucho tiempo aquí», me dijo, «ya puedes retirarte». Noté antes de irme que sostenía con ambas manos su copia personal de Los Elementos.

Esa noche muchas visiones perturbaron mi sueño. Mi cabello era muy largo y tenía brillo propio, al ras del suelo se extendía en todas direcciones y de él brotaban plantas que también resplandecían, todas las flores me señalaban. Sobre el horizonte tomaba forma una corona de fuego, de sus joyas ígneas nacieron dos toros espléndidos que se batían a muerte sobre campos y bosques, manchando el mundo con su sangre. Se inmolaron el uno al otro, y el mundo se oscureció ante mis ojos. A la distancia la corona ardía broncínea y en su débil luz se perfiló una silueta, sus astas se extendían al cielo. Suspendida en el fulgor de las flamas me contemplaba desde lejos, mi cabello y sus flores brillaban en la absoluta oscuridad. Pero yo iluminé su rostro, y con su sonrisa marcó el inicio de mi destino.

«Te conozco», dijo en el sueño una voz junto a mí, yo respondí: «ayúdame a escapar». En medio de la extensión oscura de la tierra centelleó un fuego diminuto, mi mirada se fijó en él: era la abadía en llamas, o una imagen muy pequeña de ella. Las lenguas de fuego superaban los árboles más altos, de las puertas y ventanas salían personas con flamas sobre sus cabezas, corrían y gritaban en pánico. La silueta astada me hizo notar el pesebre en un rincón del muro exterior: los animales también sucumbían, algunos corrían esparciendo el fuego. Una yegua roja, la cola alta y la nariz al viento, daba coces contra fuego, aire y piedra, en sus ojos ardían dos rubíes con indómita furia, percibí que su fulgor venía del otro lado de la inmensidad. Los sonidos del desastre se apagaron hasta que sólo oí el de una respiración, después las imágenes se oscurecieron, y antes de que todo volviera a la nada la voz sin cuerpo volvió a hablar: «Sálvala».

Sé que dirán que fui la esclava de un ser perverso, nunca creerían que no lo consideré otra cosa que mi igual. Son ellos quienes quieren mi esclavitud, deseándome felicidad me encierran, alabando mi belleza me demacran y laceran, me ordenan salvar mi vida buscando la muerte. Pero en ese momento, cuando abrí los ojos al amanecer, supe que en verdad mi suerte no estaba decidida, y que iba a escapar.

A primera hora fui llamada a una audiencia con las autoridades de la abadía. En un cuarto frío de muros de piedra siete ancianos se sentaban en fila, en medio de ellos el Presbítero cerraba los ojos, inclinada la cabeza hacia el abad. Era el más viejo de los ancianos, su piel tenía el color del algodón marchito, su tamaño empequeñecía a los demás; oía los susurros del abad a su derecha. No era la primera audiencia a la que me sometían, yo conocía todas las fórmulas y sabía todos los gestos, pero mientras la voz espectral del Presbítero repasaba los pormenores del juicio y mi sentencia (esperaríamos la llegada del resto del tribunal para proceder al auto de fe), mis pensamientos se fijaban en la yegua que había visto en el fuego: pertenecía al socio del abad, la había conservado por su color extraordinario y su belleza, rechazó todas las oportunidades de venderla y cuando la dejaba en la abadía todos hablaban de ella. Hasta ellos estarían de acuerdo en salvarla de tan triste muerte. Cían es su nombre, y a pesar de ser tan querida nadie tiene idea de su verdadero valor ni de su remoto origen.

Los ancianos contemplaban insatisfechos mis plegarias; antes confundían mi serenidad con la santidad, su opinión fue cambiando a medida que yo abandonaba la infancia; pero el abad me defendía, a veces abiertamente, y aunque les ordenaban perdonar los pecados nunca perdonaron mi cariño por él. Se levantaron de su asiento y pasaron uno a uno junto a mí, abrazándome. El abad me besó la sien.

Como no me dieron más órdenes pedí ayudar en la cocina, lo que siempre aceptaban. La cocinera me hizo memorizar la lista de víveres que debía traer de la aldea al otro lado del arroyo. Me acompañó a la puerta del muro, en el camino me fijé en el pesebre: ahí estaba Cían, con un ojo ámbar me seguía; me pregunté si ella también me salvaría a mí.

En el camino arroyo arriba noté que todos los insectos se movían en mi dirección. Ya en la aldea no tardé en completar mi encargo y, antes de partir, visité el pequeño cementerio. Sobre un túmulo se levantaba una minúscula capilla de madera, el sol entraba en ella por un pequeño vitral amarillo; en su interior, al centro, había un cenotafio de piedra con una cruz bellamente tallada, bajo la cual se leía:

A          A
FÉLÍX
VICTRÍX

A la derecha, sobre una mesa, piezas de una armadura: una visera, codales, restos de una malla, y entre ellos una espada corta y sencilla, su hoja era angosta y brillaba dorada en esa luz. Dejé los costales de víveres en la entrada, tomé la espada, la cubrí con una manta que llevaba sobre los hombros y la afirmé a un costado de mi vestido. Salí, cargué de nuevo los costales y emprendí el regreso. Al entrar al muro noté que la yegua estaba inquieta; dejé el encargo en la cocina (era casi mediodía y a esa hora hervía de gente), me retiré con la excusa de tener que estudiar, bajé a la biblioteca y ya en la soledad saqué de mi vestido la manta con la espada. Era demasiado ligera, la oculté debajo de un mueble. Comí sola, como era mi costumbre, y me refugié luego en la capilla del interior, cercana a las alcobas. Fingí rezar entre gotas de sudor, no sabía cuánto tiempo tendría antes de la llegada del fuego que estaba destinado para mí. La tarde avanzó sin que me moviera de mi lugar. Nunca fui centro de atención en la abadía, pero ahora que mi condena me alcanzaba parecía invisible.

Cuando la luz del sol había tomado el primer tinte del atardecer decidí comenzar. Bajé de nuevo a la biblioteca, estaba vacía; afirmé la espada envuelta en la manta a mi vestido (no lucía natural pero supuse que nadie sospecharía la verdad), elegí uno de los libros pequeños y le arranqué con cuidado una hoja, que doblé y guardé bajo la manga. Salí.

El aire era frío, las nubes comenzaban a teñirse de los colores del sol, pensé que era el inicio de un día nuevo. Sabía que si fracasaba mi cuerpo sería como pasto para el fuego, mi nombre olvidado para siempre. A paso veloz me acerqué al pesebre, la yegua yacía en el heno y se levantó para recibirme, toqué su cara y su cuello; de ahí a la puerta se extendían menos de treinta metros. A esa hora nadie parecía vigilarla, así que desaté a la yegua y la encaminé al exterior. Un sirviente llegó corriendo a detenerme; fingiendo urgencia le dije que el animal debía ser llevado deprisa a su dueño, que lo esperaba en la aldea. Saqué la hoja de pergamino de la manga de mi vestido, le mostré las letras diciéndole que era la orden urgente del abad. Me vio un momento con la duda en el rostro; dos personas se acercaron conversando y salieron por la puerta. El sirviente tomó el pergamino, fingió leerlo y, después de una última mirada a la yegua, dio la vuelta y corrió hacia la abadía. Ya no tenía tiempo; abrí la puerta y saqué a la yegua, afuera las dos personas se alejaban conversando.

Sintiendo mi emoción la yegua comenzó a inquietarse, levantaba la cabeza y daba resoplidos. Ese era mi momento, ella conocería el camino. Tomé la espada en mi mano derecha y la descubrí: brillaba tan dorada como en la hora en que me había esperado; de un tajo rasgué el costado de mi falda y así pude montar a Cían, la yegua roja, cuya vida no decrece y cuyo destino nadie puede decidir. Su energía sostenía mi cuerpo, sentí en mi carne un formidable poder. Así debía ser; lejos de sus visiones de dolor y de sus cuerpos mutilados, la vida era poderosa. Un grito desesperado vino del sendero:

— ¡Aurora!

Era el abad que se acercaba corriendo, otras personas lo seguían. Su gesto de desconcierto fue nuevo ante mis ojos. Bajo las nubes rosadas alcé mi espada en franca amenaza, él no se detuvo. Cían avanzó hacia su enemigo, él sólo me veía a mí y seguía llamando mi nombre. La yegua roja relinchó elevando las patas, pero el abad hábilmente rodeó al animal y se acercó a mí por su costado. De un golpe hice descender la espada sobre él, gotas rojas rociaron la tierra. El abad cayó de bruces al tiempo que una mujer gritaba, y Cían Roja comenzó a huir. Apenas pude sujetar su crin con mi mano libre, su cuerpo irradiaba fuerza y poder, su velocidad fue aterradora. Abandonó el sendero en dirección al bosque. Yo supe que ya era mi aliada, confié en que escaparía con ella, pero en un instante un silbido cruzó el aire y una flecha alcanzó mi hombro, perforando la carne. Tiré la espada, perdí el balance y caí entre los arbustos; antes de perder el sentido pude oír el galope de la yegua alejándose.

Percibí que en un lugar sin tiempo una criatura buscaba una palabra entre decenas de miles, pero la visión fue fugaz. En la oscuridad nació un sonido como de diminutos cristales quebrándose incesantemente; con él apareció el dolor, por el que reconocí mi cuerpo. Los cristales invisibles se tallaban entre ellos y se resquebrajaban, tronaban agudos y chirriaban, el dolor aumentaba con mi conciencia. Finalmente un silencio, abrí los ojos en la oscuridad. Yacía en el suelo frío, creo que no tenía ropa, mi cabello cubría mi rostro y de mi hombro brotaba un inmenso dolor. Las llaves de mi tormento estaban ahí: una fue introducida en la cerradura de la puerta y corrió el cerrojo con un chillido que pareció grito. La puerta fue abierta y entró una figura grande y redonda con pasos pequeños y arrastrados seguida de otra, renca y jorobada, que sostenía una charola con velas en una mano y un baúl en la otra. La figura grande y sombría se deslizó hasta estar frente a mí, y a la luz de las velas el gesto del Presbítero estaba lleno de curiosidad.

«En mis largos años aquí», dijo con su voz espectral, «no había visto un alma tan reacia a su salvación como la tuya. No fue ninguna casualidad que llegaras a nosotros en la hora de tu necesidad. Hemos querido darte un lugar, ponerte al servicio de la verdad y de la vida, pero eres estéril». Hizo aquí una pausa y miró al velador, quien abrió el baúl con una de sus llaves y comenzó a preparar gasas e instrumentos de metal. «Toda paciencia tiene límites, hija», continuó el Presbítero, «y si fuera por mí, hubiera prescindido de tantos rigores. Pero ellos han decidido actuar como estaba planeado y seguir aguardando al tribunal, de modo que no podamos equivocarnos». El velador se acercó y me tomó del hombro sano, yo quise evitarlo pero mis manos estaban atadas. Enderezó mi cuerpo y quedé sentada en el suelo; el dolor era cegador. «Piensa en esta celda como en tu última oportunidad, concedida más allá de la compasión: paga con dolor la deuda de tu obstinación, y tal vez encuentres tu porción de clemencia al final. Debemos esperarlo».

El velador comenzó a limpiar la herida de mi hombro. Esta vez el dolor me hizo gritar; su respiración se aceleró. El Presbítero frunció el ceño, profundas hendiduras surcaban su cara pútrida; luego dio la vuelta y se retiró. Siguieron momentos de interminable dolor y humillación, por mi herida mi pensamiento se quebraba en fragmentos. En medio del horror quise ver a la yegua que había salvado del fuego, quise verme con ella volviendo al lugar de donde había venido. Luego el velador me aplicó los cilicios, alternados fríos y calientes en las piernas, en los brazos, alrededor del torso y sobre los pechos. La fiebre me hacía delirar en el dolor. En el punto más álgido del suplicio volví a perder el sentido.

Desperté en la oscuridad, el dolor seguía ahí; luego dormí. Vi dos serpientes rodeándome, sus cabezas habían sido peladas de escamas y carne y sólo mostraban el hueso blanco. Levanté la cabeza, ellas dieron un silbo y se arrastraron al fondo de la celda, donde una silueta aguardaba en profunda contemplación. De alta estatura, su cabeza proyectaba astas que se perdían en la sombra más densa; estaba sentado sobre lo que parecía una vértebra enorme, las serpientes ascendieron por sus piernas. Yo me incorporé, las heridas y el dolor habían desaparecido. Desesperada, pensando en los ancianos y en su fuego, dije «van a matarme», pero esa cosa rio con varias voces. El aire se sacudió con sus maniáticos bramidos, luego se irguió y caminó hacia mí. «No», dijo una voz en toda la celda mientras la sombra astada extendía una mano de múltiples dedos y tocaba mi hombro, «tú das la muerte».

A su contacto se me reveló con extrema claridad la imagen de diminutas larvas que se retorcían sobre un polvo blanco, engordando de él y devorándose entre ellas; distintos insectos les caminaban encima. La podredumbre colmaba su interior y su desesperación se multiplicaba con ellas. Me maravillé ante una miseria tan perfecta; el sentimiento permaneció en mí con gran intensidad mientras la visión se desvanecía.

No sé cuánto tiempo pasé en esa celda, pero desde esa primera noche los sufrimientos fueron extrañamente tolerables, como si mi serenidad hubiera encontrado una garantía tan cierta de que sobreviviría que ya nada podría agitarla. En verdad, esa risa caótica y demencial había dejado una honda impresión en mí, la sensación de un enigma que me atraía como la luz a un insecto, y un consuelo que nadie antes había sabido ofrecerme. El fin de mis tormentos llegó una mañana en que el velador entró acompañado de una sirvienta que, sin poder contener el llanto, sollozaba mientras lavaba mi cuerpo y me vestía; me dio luego un pedazo de pan y un vaso con agua, y fui escoltada desde mi celda en el sótano hasta la habitación principal. Detrás de la puerta cerrada dos personas discutían vivamente hasta que el velador se acercó (las llaves en su brazo resonaban en los pasillos) y tocó. El silencio repentino fue cortado por un «entre», el velador abrió la puerta y vi a uno de los ancianos de la abadía de pie junto a la cama con un gesto de piedra; sobre la cama yacía el abad, su sonrisa benévola estaba flanqueada por una gasa manchada que le recorría el rostro.

Me saludó con voz dulce; dirigió al anciano un seco «déjanos», tras el cual nos quedamos solos. «Quiero pedir tu perdón, hija… por todo lo que te he hecho pasar, por ignorar tu dolor cuando estaba frente a mí… por todos mis errores…», su voz luchaba para salir de su cuerpo. Respiró en silencio y continuó, «en lo que a mí concierne, el perdón que te debo ya está concedido», con un gesto me llamó a acercarme, al hacerlo tomó mi mano entre las suyas; había perdido peso. «No me importa nada más que tu salvación ahora, comprendo que debes tener una oportunidad para alcanzarla por tus propios medios… felizmente cargaría tu cruz sobre mi espalda, pero no puedo… he decidido revocar tu sentencia, ilegalmente si es necesario, y a cualquier precio…»; tomó de nuevo una pausa para respirar. «Tal vez mi sacrificio no recompense la alegría que me has dado, pero si puedo proteger tu vida lograré partir de este mundo en paz…».

Continuó hablando un largo rato haciendo pausas para respirar; en un punto me pidió recibir de la sirvienta una taza de té. Me explicó que la reunión del tribunal había sido postergada debido a «tristes contratiempos», que la pérdida de la yegua ya había sido resarcida, que él había convencido al resto de los ancianos de la abadía de mi liberación «con una condición con la que también tú estarás de acuerdo», y que en última instancia me protegía su autoridad, «que defenderé con la vida». Me pidió sacar de un armario una caja negra de la que extrajo una llave de cobre con mango de madera, su gesto se volvió lúgubre. «Si Dios no me perdona, tal vez a ti sí te conceda Su Gracia», dijo poniendo la llave en mi mano.

Los días siguientes pasaron tranquilamente entre lluvias y las primeras nevadas. Fui devuelta a mi alcoba; sobre mi cama me esperaba el baúl del velador, contenía un collar de hierro con una cadenita soldada que terminaba en un cascabel, y una pequeña copia manuscrita del libro sagrado. Debía llevar puesto el collar todo el tiempo (en esos días evité moverme de un lugar a otro); del libro no se me dijo nada. Hubiera intentado escapar entonces, pero no conocía rumbo por el que no me siguieran hasta encontrarme; además, mi cariño por el abad me hacía visitarlo todos los días, y en mi cuidado su estado mejoró, a pesar de las discusiones en las que solía meterse y de los rumores que lo rodeaban. Una tarde le conté que cuando perdí a Cían mi propósito no había sido causar daño sino salvarla, sus ojos claros me miraron intrigados pero él no tuvo respuesta.

La cuarta mañana de mi liberación noté que sobre su mesa había puesto su copia personal de Los Elementos, uno de sus libros más atesorados. Al salir de su habitación vi, como lo esperaba, a Álastar, el muchacho del cabello del color de la madera, inmóvil al otro lado del pasillo, sosteniendo pergaminos en actitud perpleja. Pasé junto a él, percibí el calor de su sangre.

Pasaron más días con llovizna y nieve, pero las mañanas eran claras. Leía en la biblioteca, o en el ágora del tercer jardín, cuando el sol brillaba. Nadie se cruzaba en mi camino. No recuerdo sueños de aquellas noches, aunque al despertar recordaba la risa de varias voces. Poco a poco el abad comenzó a caminar y las heridas en su rostro y pecho cedían a la curación; pronto retomó sus clases en la biblioteca, pero lo rodeaban crueles rumores y lo vigilaban miradas viles. Deseé salvarlo a él también, sé que no me hubiera comprendido. Pero su destino ya estaba por completo en sus manos; al mío, sin embargo, todavía le faltaba reivindicación. El Presbítero, el más sombrío entre los ancianos, acudía todas las mañanas a la capilla del interior y se sumergía en el sueño por horas. Pensé mis movimientos y calculé el día, ya no tenía miedo de ellos. Una tarde bajé el baúl del velador a la biblioteca y, estando sola, tomé varias hojas de pergamino del cuarto contiguo, también un par de plumas y unos frascos de tinta; metí todo al baúl y lo subí a mi alcoba. Nadie sabe de cierto que puedo escribir, supongo que pueden imaginarlo. Conseguí velas; después de unas pruebas con las plumas podía escribir claramente. Quise escribir mi historia, pero primero tracé las palabras «a medianoche en el silo», seguidas de mi letra inicial, y corté la tira de pergamino.

Al día siguiente visité temprano al abad en su habitación, él ya se encontraba de pie y de buen humor, sobre su mesa Los Elementos; tomé el libro y pasé sus páginas, con él me había enseñado también a mí, en la primavera del ágora, la precisión de las formas y los números, la consistencia de ideas que sólo pueden escribirse en letras sin sentido; me había dicho que él mismo fue uno de los copistas, en su juventud, y que, sin esperarlo, el libro fue el obsequio de su maestro. Noté entre las páginas el listón púrpura que usa como separador, en su extremo estaba atado a una cruz de aluminio con letras griegas grabadas; saqué la tira de pergamino de la manga de mi vestido y la oculté detrás del listón, cerré el libro; el abad rezaba en silencio. Cuando salí de la habitación Álastar todavía no estaba ahí, pero no lo esperé.

Escribir tritura el tiempo, me encerré en mi alcoba por días para hacer estas palabras, pero esa noche, al acercarse la hora, salí de la abadía envuelta en la oscuridad, con una mano sujetaba el cascabel de mi collar para que no sonara. El exterior era helado, la nieve y la escarcha cubrían el mundo, la media luna se elevaba sobre mi cabeza. Siguiendo un sendero recto llegué a una bodega, en su interior el frío era prácticamente el mismo; en una esquina unas escaleras descendían hacia una puerta. Antes de que yo entrara él llegó con una antorcha encendida en la mano, su piel era muy pálida en la luz. Entramos por la puerta subterránea sin decir nada. El silo era un rectángulo de piedra bajo la tierra lleno de cajas, barriles y costales, a esa hora era un lugar cómodo por seco y tibio. Él afirmaba la antorcha a una argolla en la pared cuando comencé a desvestirlo. Se resistió torpemente mientras combatía la indecisión, luego me reclinó sobre una caja de madera y me desvistió. Nervioso, angustiado, juntó sus piernas con las mías temblando y sudando gotas que resbalaban por sus mejillas y su cuello. Llevé su mano al cascabel de mi collar; lo tomó con fuerza, pero nuestra respiración sonaba con mayor intensidad. Por un momento se perdió sobre mi cuerpo, cerró los ojos y estuvo ausente; luego los abrió de nuevo, su rostro me miraba pálido y tranquilo. Su mano tocó mi vientre y descendió hasta los labios de la vulva, luego la llevó frente a sus ojos. Su gesto se descompuso en un instante y perdió el color que tenía, su voz desfallecía.

— ¿Qué es esto?

— Es sangre.

Perdió todas sus fuerzas alejando el terror de su pensamiento, le tomó un rato recuperar la voz. Se recargó sobre la caja y en silencio luchó contra el miedo, yo lo observaba sintiendo una mezcla extraña de amor y placer. Cuando volvió en sí lo vestí, me dijo que me llevaría de vuelta a la abadía pero lo rechacé, era muy arriesgado; dijo que debía llevarse la antorcha, lo dejé marcharse. Se hizo entonces un silencio muy profundo, pero percibí que no era total: había un sonido ahí, en alguna parte, el más ínfimo de los sonidos, que comencé a buscar. Tras tantear un poco me acerqué a un conjunto de costales, mi mirada de alguna forma se había acostumbrado a esa oscuridad. Desamarré uno de ellos y lo abrí, el sonido venía de ahí; quise fijar la mirada en su contenido: con esfuerzo vi la superficie de la harina moviéndose en patrones irregulares, cuerpos diminutos y suaves recorrían el polvo, cortos y largos, latiendo desesperadamente; un olor infecto invadió el aire, y ante las larvas mi sonrisa fue invisible.

A la mañana siguiente visité al abad, su ánimo estaba entero y sus heridas cicatrizaban. Le anuncié que pasaría el día leyendo, pero al caminar de su habitación en dirección a las alcobas me desvié hacia la capilla. El Presbítero se encorvaba cuando dormía, su cabeza caía al frente y su boca quedaba abierta, un olor agridulce envolvía su imagen de momia. A medida que me acercaba a él percibía con mayor intensidad la sequedad de su aliento, el peso de su cabeza, la profundidad de su sueño. Pude ver lo que él veía: vi que la capilla era una magnífica catedral de bóveda altísima en la que resonaba un órgano con largas notas, luz de colores emanaba de mil vitrales y se concentraba, ante el altar, en la figura de un niño de cabello negro y túnica blanca. Sus ojos se llenaban de orgullo frente a la cruz dorada, sostenía sus manos entrelazadas a la altura del corazón. Dos adultos se aproximaron y pusieron las manos sobre sus hombros.

Avancé hacia el sagrario y tomé el copón, lo descubrí y lo coloqué sobre el altar; luego saqué de mi vestido un frasco de tinta, pequeño y negro, le quité el corcho y vertí su contenido en el copón; sobre las hostias cayó una mezcla de harina, tinta negra y larvas diminutas, gordas de putrefacción. El niño me miraba orgulloso desde el otro lado del altar; tomé una hostia y se la ofrecí, una voz distinta a la mía sonó en mi cuerpo y lo llamó por su nombre:

— Óscar.

El niño recibió la hostia en su boca, sus labios eclipsaron los retorcidos cuerpos larvarios. Cerró los ojos, sonrió y se dedicó a orar; yo lo abandoné bajo la luz de los vitrales.

Volví a mi encierro. A la luz de la tronera en mi alcoba no puedo escribir, debo usar al menos una vela; trato las pequeñas llamas con gran cuidado. Desde entonces y hasta este momento me he mantenido lo más alejada que puedo de lo que ocurre en la abadía, por lo que no me queda mucho por narrar. En el día escribo (conservo en mi alcoba un par de libros que finjo leer), en la noche desciendo al silo con Álastar. Él es tierno conmigo; una vez me preguntó si me escaparía y yo asentí. «Llévame contigo», me dijo abrazándome, pero respondí que él no podía venir. Mi deseo ya estaba ligado a su mirada, así que le prometí que después lo buscaría. También me habla de la abadía y del caos creciente que está a punto de reinar. La autoridad del abad es más frágil cada día, los conspiradores se rebelarán en cualquier momento. Quizá lo hubieran hecho ya, pero el Presbítero, el primero de ellos, cayó enfermo; mientras discutían si sacarlo de la abadía o no, desapareció.

Hace dos noches Álastar me contó preocupado que a la abadía llegaron los prelados que componen el tribunal; cuando entraron al edificio fueron recibidos por el cadáver fracturado de una cabra. A lo largo de la tarde aparecieron más animales muertos, o trozos de animales, hasta que ya en la noche el Presbítero fue descubierto en la sala de audiencias. Desnudo, sentado en el suelo, había amontonado a su alrededor los cuerpos de cuanto animal pudo matar, y en la oscuridad reía con una risa jadeante y seca.

Llegó por fin mi última noche en este lugar. La conmoción que sonaba al otro lado de mi puerta me hizo entender, antes de que me lo revelara Álastar, que el Presbítero había muerto. Alrededor de su muerte se congregaban los santos como bestias de carroña; lo velaron en su habitación. Tuve que esperar más tiempo para salir sin ser vista, un velo negro ocultaba mi rostro. La helada era inclemente, en las alturas la luna menguaba. Cuando llegué a la bodega Álastar ya me esperaba sentado; apurado, quiso contarme todo lo que sabía de lo que ocurría en la abadía; yo lo hice callar sometiéndolo a mi placer. Después el sueño lo alcanzó y durmió junto a mí recostado sobre grandes costales. Una sombra fugaz cortó la luz de la antorcha; Álastar se perdía inmóvil en la profundidad de su pensamiento, pero una criatura alada descendió desde lo alto sobre su cuerpo. Se posó sobre el hombro y cerró sus alas; el murciélago comenzó a olfatear la piel y caminó sobre el pecho apoyado en sus pulgares. Se detuvo en el centro del pecho y hundió sus colmillos en la tierna carne, la sangre brotó abundante y se desbordó sobre el vientre; el murciélago empapaba su lengua en ella y, cuando levantaba su cabeza para tragarla, el surco en medio de sus labios se colmaba de ella y brillaba escarlata. Lo observé alimentarse por un momento, luego se detuvo y, tomando impulso con sus patas, dio un brinco para emprender el vuelo; batió sus alas y la oscuridad lo recibió.

Álastar dormía aún, su cabello tenía el color de la madera roja. De la fina incisión en su pecho emanaba todavía la sangre, que formaba una esfera creciente. Me acerqué a él, con una mano sujeté mi cabello y con la lengua toqué la esfera de sangre; percibí el calor de su pecho y el sabor del hierro, sentí su fuerza en mi cuerpo. Otra hora pasó; él dormía pero yo decidí volver. La noche se había aclarado y la luna daba brillo a la escarcha. A la izquierda del sendero que conducía a la abadía se extendía un jardín bajo el hielo, en su centro había un bebedero para aves tallado en una piedra oscura. Quise ver la luna reflejada en su hielo, cuando la encontré estaba eclipsada por dos astas que ascendían hasta confundirse con la noche. Levanté la mirada; en el cielo nada obstruía la luz de la luna, pero en la imagen en el hielo me observaba una sombra astada invertida, y la luna dibujaba su silueta. «Te conozco», le dije, no sé por qué, y de pronto reconocí el misterio que me había evadido todo este tiempo. Hablé en un susurro:

— Es en el agua…

El rostro inmortal me sonrió desde el otro lado del reflejo.

Volví a mi alcoba, y entre las velas he escrito lo más rápido que he podido. No sé realmente por qué, supongo que estas letras serán también ceniza. Escaparé, pero tal vez mi nombre sea igualmente olvidado. Creo que siempre he querido hacer, como el abad, un libro. En cuanto a él, sé que no necesita despedidas; si logra sacrificarse solo encontrará el mejor de sus destinos, pero lo conozco bien. Así tenga a todos en su contra, su idea de la justicia los hará caer con él. Me hubiera gustado besar su frente por última vez.

Bajo mi cama guardo la llave que me dio. La imagen de un abedul fue tallada en su mango, primer árbol plantado en la abadía. Cuando termine estas letras esconderé los pergaminos y me iré con la llave. El camino es largo y no deben seguirme, sé que no habrá ningún lugar al cual volver. He elegido unos versos de uno de los libros del ágora para concluir mi escrito, como hacían los escritores antiguamente.

289.

Die Ros’ ist ohn warumb
sie blühet weil sie blühet
sie achtt nicht jhrer selbst
fragt nicht ob man sie sihet.

La rosa es sin por qué
florece porque florece
no cuida de sí misma
no pregunta si se le ve.


sigue el testimonio del hermano Adán, tomado verbatim ab origine por el escriba Angus Lámhal el día nueve de enero del año del Señor 1659. por orden del abad anotar que el testigo fue encontrado en las aguas del Éirne. ha jurado sobre la Biblia la verdad de sus palabras.

— La perdí… (llanto) … ahora sí la perdí. Perdóname, padre… (llanto y tos) ¡Padre!

el testigo está demasiado agitado. el interrogatorio continúa después de un momento.

— En el agua, ella entró en el agua. Sí. Yo la vi salir de la abadía, padre. ¿Cómo dice? Sí, yo la amaba como usted, padre… (su voz se quiebra, luego habla entre sollozos) … era tan bella, cómo no iba a amarla, cómo no iba a saber que iba a salir y seguirla…

el testigo calla, una risita repentina sale de su boca.

— Los engañó a todos, menos a mí. Así como me ve, padre, yo sabía qué hacía. ¿Usted sabe que ella escribía, padre? (risa) ¿Por qué nadie lo sabe?… ¿Qué dice? ¡Eso no lo sé, lo juro! ¡Por Dios, padre, por todo lo que es bueno! (llanto) ¿No le creerá al más humilde de sus hijos?…

silencio, se le pide narrar sus hechos.

— Yo la vi salir. Todos velaban a Su Eminencia, que en paz descanse, pero yo sabía que iba a salir porque ella salía todas las noches. ¡No miento, padre! ¡Yo la veía! Yo obedecía sus órdenes, padre, porque usted me encomendó su bienestar, ¿se acuerda? Cuando llevaba mis llaves ella siempre se daba cuenta, pero si me las quitaba podía vigilarla. No, no sé a dónde iba, no me atreví a seguirla afuera. Pero anoche fue distinto… (silencio) No me haga decirlo, por favor… Sólo fue así…

silencio, el testigo fija la mirada en el suelo.

— Porque, padre, ella no tenía ropa… (silencio) No es mi culpa… No. Nada. No, padre, ni siquiera el collar. Yo le juro que lo intenté, padre… pero no podía ni verla. La seguí porque lo obedezco, le juro que es la verdad. ¿Cómo habría usted sabido esto si no? Salió por la puerta del muro, no sé por qué no estaba cerrada… Y se metió al bosque…

otro silencio, sonríe.

— Había flores donde pisaba… el invierno no la tocaba, padre. Si no la conociera hubiera dicho que era como una visión, ¿me entiende? Yo no entiendo, padre, pero usted es tan sabio… ¿Cree que es una santa? Así es como me imagino que es… Sí, padre. Atravesó el bosque hasta el lago, yo la seguí, pero padre, no me atreví a acercarme. Ya despuntaba el alba y ella caminó sobre el hielo como si no fuera nada, se adentró en el lago y yo me quedé en la orilla. Tenía mucho miedo por ella, padre, pero soy un cobarde, no pude seguir. Ella caminaba muy lentamente y el lago cobraba vida, era como el verano en un solo momento. Y donde no había habido nada cantaban aves y el hielo volvía a ser agua. Padre, no me mires así, no tengo nada más para darte que la verdad… Cuando el cielo estaba rojo ella volteó, yo pensé que me miraba, pero cuando di la vuelta vi la luna sobre el horizonte, detrás de los árboles. Tenía la forma de una uña. Entonces ella avanzó y con cada paso se hundía en el agua… (silencio, comienza a llorar) Yo me arrojé al agua… no sé nadar… me movía como podía…

el testigo toma una pausa. se queda quieto, luego ríe en voz baja.

— Casi me mato en el hielo… (más risa baja) ¿Significa que también me engañó?… Padre, sé que no la hubiera traído de vuelta, pero deseo haber muerto congelado y que nadie me encontrara… ¿Y usted, padre? ¿Buscará lo que escribió? Lo amo demasiado como para verlo caer… ¿Qué haré ahora? (risa) ¿Qué hará usted?…

el testigo no puede contener la risa.

22.10.18

(Escribí la nota siguiente en una de las libretas vacías, pero no lo recuerdo.)

Saltos en etimología: “caricia” viene de la misma raíz (indoeuropea *kéh₂-ro-) que “whore”; hay una relación inesperada entre el título de la encíclica papal “Deus caritas est” y la frase de Daniel P. Schreber “die Sonne ist eine Hure”.

4.4.18

el corazón de algo


… cuando apenas juntaba las letras y pensaba que eso era todo. Llegué incluso a sentirme muy listo, y me decía: “estas letras siempre significan más que lo que parece a primera vista”, pero descubrí que es imposible estar siempre consciente de ello. De todos modos me esforzaba demasiado en decir estas cosas y cualquier pretexto era bueno para declararme cansado. Yo ya era muy evasivo con los asuntos importantes, pero insisto, era muy difícil hablar. Ahora también es difícil escribir. Supongo que lo hago porque sé que nunca lo leerás.

Otra cosa que conservo de aquella época es una fotografía que te tomaste antes de que me conocieras: una colcha cubre tu cabeza y la usas también para taparte la boca, como solías hacerlo por tímido, supongo. Detrás de ti, medio fuera de la imagen, hay algo que parece un muñeco de peluche. Somos muy distintos pero siempre tuve una fuerte atracción por ti, un deseo intenso de ser como tú, que viendo tu imagen y escribiendo estas líneas todavía puedo sentir, y su fuerza me obliga a imaginarte como eras, todavía medio niño, escapando del mundo conmigo, y me impone la duda de cómo serás ahora, dónde estás, qué tan feliz eres, qué es lo que ahora escribes y dibujas para que nadie vea, y tantas otras. Los recuerdos forman por sí solos constelaciones que brillan sobre nosotros desde el otro lado de la inmensidad. Volver es imposible.

Mentiría si dijera que el pasado ya no me conmueve, en verdad puedo pasar horas reconstruyendo los fragmentos que ahora tengo por recuerdos (hay algo como la obsesión del paleógrafo por descifrar los símbolos), pero no lo digo nunca. Esto es de hecho lo que me hizo comenzar a escribir así, hace muchos años: yo quería hablar pero no mentir, y lo único que me atreví a poner como título de esos escritos fue “no lo dije nunca”. Siempre me pareció muy negativo, pero hacerlo fue romper realmente con esa negatividad, y tanto lo necesitaba entonces como lo necesito otra vez ahora. Es necesario hablar sin mentir aunque sea imposible volver. Es muy difícil…

2.7.15

Así Se Escribe Un Poema

Mientras las brisas viajaban y cubrían las cabezas de todos, los ángeles vestidos de blanco descansaban sobre los techos de las casas, esperando el final del atardecer.

Los juglares, los que vestían naranja los jueves, pisoteaban el suelo y hacían crujir las hojas de otoño con ritmo. Movían los brazos como si estuvieran hablando, brincoteaban como niños, a veces corrían con saltos gigantes.

Los pintores, los que usaban ropa azul cada domingo, producían mucha saliva y la dejaban caer porque contemplaban la Gran Pintura (que es vulgarmente conocida como el cielo). La mezcla de malvas y verdes de allá arriba era una profecía, o eso decían los hechiceros, quienes preferían vestir verde dos miércoles y dos lunes de cada mes.

Los únicos que trabajaban ese día eran los herreros, los que lucen ropa roja cuando la gana les pega. Encerrados en sus sótanos o alejados hasta la orilla del río martillaban sin descanso. Clac, clac, clac. Luego templaban el metal. Tssss. En seguida limpiaban el sudor de sus frentes con las manos, también sudorosas.

Un anciano completamente desnudo se acercó a uno de los juglares y le dijo toca esa puta flauta que me estoy muriendo.

¿Por qué la niñera de Laura olvida tan seguido los pañales? La tonta tiene a los niños en pelotas por toda la casa, y hoy casi ensucian la alfombra del cuarto de huéspedes. ¡El disgusto que iba a llevarse su mamá! Sólo evitó el desastre porque reaccionó rápido y usó unos papeles que estaban sobre la mesita de la ventana desde siempre. Laura sí se enojó, pero la verdad es que la alfombra era infinitamente más importante que esos papeles. De hecho ni sabía de dónde habían venido. ¿Cuánto tiempo habían estado ahí? Después de que la niñera se fuera regañada, Laura tomó un par de hojas y leyó:

~  *  ~

Pensaba en cosas que me desagradan, con los ojos cerrados, forzando el sueño. Me vi como soy, un poco tonto, con el aura de los que desperdician la vida. Entonces noté un tatuaje en la parte posterior de mi cabeza, del otro lado de los ojos, que no había podido ver. El descubrimiento me dejó intranquilo. Sentí desequilibrio y pequeños ardores en la cara, nerviosamente me llevé las manos a los ojos y los manipulé. Pensé que sufría alergias, recordé que el médico me recetó píldoras para calmar estos síntomas tan molestos y busqué el frasco. Vi su contenido: no era suficiente medicina para acabar con estas reacciones, sólo había para un alivio breve. No podría detener el malestar, pero no hacía falta, un momento bastaba por ahora, no tenía que fingir salud mucho tiempo. Con un alivio breve podía conseguir lo que quería… ¿o no podía? La duda reanimó la alergia, mis manos tallaron mis ojos con fervor. Entre los destellos de luz una figura tomó forma: vi a mi madre mirándome con gesto hermoso, a punto de regalarme una palabra que se quedara en mí para siempre. Creí que era mi oportunidad de saber lo que ya había renunciado a saber, y emocionado pregunté: «Madre, ¿por qué he sido tan triste?», pero en ese momento se me rasgaron los ojos. Quité mis manos de mi cara y sentí la brisa helada recorriendo heridas finas sobre los globos oculares, pensé que si lloraba drenaría el líquido en su interior. Aterrado, cerré los párpados y me dirigí a la puerta guiándome con las manos y los pies. En el silencio profundo mi corazón estremecía mi cuerpo; al tocar el borde de la puerta se me impuso una idea morbosa: del otro lado, muy cerca de mí, alguien me esperaba sin hacer ruido, apenas conteniendo la emoción con gestos deformados. Me sentí atrapado, desesperado, aborrecí mi cobardía pero me vi incapaz de moverme, de pensar, tirado en un rincón sin escape con la cara roja y los ojos lacerados.

Abrí por fin los ojos en la oscuridad. El sueño se desvaneció pero yo no me consolé. Encendí una luz, busqué mi libreta y quise leer algo; mis ojos estaban demasiado secos, busqué mis gotas y vertí una en cada ojo. Leí:

Un campo silvestre y colorido se extiende bajo mis pies, mantos de nubes nos cubren por horas. El mundo se pierde en la distancia, todos sus caminos conducen a la neblina, a otros mundos, desde este invisibles. Tres jinetes recorren el campo (siempre habían sido dos), sus caballos dominan el lugar, las nubes iluminan su pelaje zaino. Desaparecen detrás de unos montículos floreados y dejan tras de sí el malva extendido en el cielo. De pronto una voz:
«Es una profecía».
La sensación de haber experimentado esto cuando yo era… ¿distinto? La dimensión de un abismo del que escapó un eco, luego la distancia entre el malva de las alturas y las plantas de otoño. Me detengo en un silencio, miro. El mundo es el mismo, la brisa sopla apenas, la neblina recorta los senderos. Pero hay algo diferente en él, o en mí, que estoy en él; algo naciente y turbio, como una palabra…

Detuve aquí la lectura: recordé el tatuaje que había visto en el umbral del sueño, y mientras mi cuerpo hervía de sospechas…

~  *  ~

Ahí acababa la última hoja, el resto del texto estaba perdido para siempre. Laura por fin se decidió a tirar todo a la basura.

19.8.14

La cara del monstruo (0)


Se desvanece.

Aparece, flota, muere. Se retuerce (gira sin sentido).

Se cierra: otra vez muere.

Espera un momento, se desespera. Se abre hacia dentro, le duele. Se lamenta profundamente. Se deshila poco a poco, se desteje.

Se deja llevar hacia ningún lado. Tiembla un poco, intenta moverse. Siente: la oscuridad atraviesa, secciona la superficie, la hunde. Realiza un cruel sometimiento, ensordece. Traga todo lo que podría haber, se traga a sí misma. Desaparece.

¿Dónde caen los derrotados? En el vacío, en la más indiscernible liviandad, en una esquina sin muros. (El mundo se oscurece ante nuestros ojos.) ¡Cuánto quisiera atraparlo todo en una serie definitiva de sutiles destrucciones! ¡Cómo desearía minar, de las ciegas profundidades, las gemas más transparentes! Sin embargo, si pudiera encontrar la Palabra en el Silencio saturado, sería entonces cómplice de la muerte. Deberían cantarse así las victorias del vicio, promulgarse las plegarias de una gran Epifanía desde siempre perdida, y en una hora imposible pronunciaríamos el advenimiento matinal: Oh nula desgracia, oh danza elevada / Oh claro sueño que nadie ha contado. No, ese no será nuestro futuro.

¿Dónde, pues, se sedimenta el furor pulverizado?

Retrocede: sabe que el dolor será lo de menos cuando el sufrimiento se extienda. Reconoce que el nombre de la vida no se pronuncia sin escupir un poco de sangre. Agoniza una vez, como si fuera un animal herido, tiende su único deseo. Agoniza dos veces, como si fuera un moribundo, entiende su impotencia. Se cae.

Es más o menos como carroña, se descompone y se corrompe. Se consuela y también se resigna (son la misma cosa). Se suelta a las más azarosas voluntades: unas veces no quiere nada, otras veces quiere la Nada. Se ve queriendo, y se entretiene con su propia visión. Es fiel a la ruina de la fidelidad. Se arruina, y a veces le gusta.

Aún así, el deseo aparece entrecruzado. Es la idea de que puede haber algo más que las densidades oscuras, a pesar de lo imposible. Es el pequeño recuerdo diagonal de una voluntad negada que atraviesa cada vez que da un giro sin sentido, cada vez que desdobla un tenebroso pedazo de nada (para no encontrar, sin sorpresa, nada), y que tiene que ser olvidado apenas asoma. Desde este momento y hasta los más improbables futuros, habrá de vivir (escupiendo sangre) con una pregunta que, mientras más menosprecie, más secretamente preciosa será:

¿Por qué tiene que existir algo más, si no existe?

Nada nunca le permitirá abandonarse por completo a las innumerables vacuidades, pues aquello que no existe, insiste. Rechaza la miseria: explora violentamente los lóbregos derroteros, mezcla los caminos y bifurca los senderos, acumula heridas. Luego la tolera: triunfan humillantemente los efímeros disfraces de nada, se quiebran los trayectos de las intenciones. Se hunde (flota hacia abajo). Después se sacude, rechaza de nuevo la miseria. Así oscila. Del miedo a las grandes furias a los dolores de las derrotas inevitables, de las glorias en las cúspides evanescentes al ardor de las llagas requemadas. Se precipita en espirales cuyo centro reniega, porque no existe.

Se odia.

Se regresa: expulsa todas las cifras de todos los conceptos, se revierte. Prepara las coordenadas de la restitución. Se contrae y se desnumera. Lentamente se imposibilita: se desduele, se conmueve, se revuelve. Enmienda las insensatas ataduras inconscientes. Descifra las aisladas cifras atómicas infrecuentes. Eleva los fondos, derriba los vuelos recorridos. Revuela en los filos opuestos. Opone las líneas derribadas. ¡Desdibuja el suspiro tenue que no había exhalado! ¡Destempla el ciclo que se desplegaba sin curvaturas! ¡Cada pequeña locura contenida en las nulas extensiones desbordadas para siempre!

Así muere una muerte especial: se desdice.

Se detiene un momento, mira el abismo. El abismo le devuelve la mirada.

Se ve renacer.