2.7.15

Así Se Escribe Un Poema

Mientras las brisas viajaban y cubrían las cabezas de todos, los ángeles vestidos de blanco descansaban sobre los techos de las casas, esperando el final del atardecer.

Los juglares, los que vestían naranja los jueves, pisoteaban el suelo y hacían crujir las hojas de otoño con ritmo. Movían los brazos como si estuvieran hablando, brincoteaban como niños, a veces corrían con saltos gigantes.

Los pintores, los que usaban ropa azul cada domingo, producían mucha saliva y la dejaban caer porque contemplaban la Gran Pintura (que es vulgarmente conocida como el cielo). La mezcla de malvas y verdes de allá arriba era una profecía, o eso decían los hechiceros, quienes preferían vestir verde dos miércoles y dos lunes de cada mes.

Los únicos que trabajaban ese día eran los herreros, los que lucen ropa roja cuando la gana les pega. Encerrados en sus sótanos o alejados hasta la orilla del río martillaban sin descanso. Clac, clac, clac. Luego templaban el metal. Tssss. En seguida limpiaban el sudor de sus frentes con las manos, también sudorosas.

Un anciano completamente desnudo se acercó a uno de los juglares y le dijo toca esa puta flauta que me estoy muriendo.

¿Por qué la niñera de Laura olvida tan seguido los pañales? La tonta tiene a los niños en pelotas por toda la casa, y hoy casi ensucian la alfombra del cuarto de huéspedes. ¡El disgusto que iba a llevarse su mamá! Sólo evitó el desastre porque reaccionó rápido y usó unos papeles que estaban sobre la mesita de la ventana desde siempre. Laura sí se enojó, pero la verdad es que la alfombra era infinitamente más importante que esos papeles. De hecho ni sabía de dónde habían venido. ¿Cuánto tiempo habían estado ahí? Después de que la niñera se fuera regañada, Laura tomó un par de hojas y leyó:

~  *  ~

Pensaba en cosas que me desagradan, con los ojos cerrados, forzando el sueño. Me vi como soy, un poco tonto, con el aura de los que desperdician la vida. Entonces noté un tatuaje en la parte posterior de mi cabeza, del otro lado de los ojos, que no había podido ver. El descubrimiento me dejó intranquilo. Sentí desequilibrio y pequeños ardores en la cara, nerviosamente me llevé las manos a los ojos y los manipulé. Pensé que sufría alergias, recordé que el médico me recetó píldoras para calmar estos síntomas tan molestos y busqué el frasco. Vi su contenido: no era suficiente medicina para acabar con estas reacciones, sólo había para un alivio breve. No podría detener el malestar, pero no hacía falta, un momento bastaba por ahora, no tenía que fingir salud mucho tiempo. Con un alivio breve podía conseguir lo que quería… ¿o no podía? La duda reanimó la alergia, mis manos tallaron mis ojos con fervor. Entre los destellos de luz una figura tomó forma: vi a mi madre mirándome con gesto hermoso, a punto de regalarme una palabra que se quedara en mí para siempre. Creí que era mi oportunidad de saber lo que ya había renunciado a saber, y emocionado pregunté: «Madre, ¿por qué he sido tan triste?», pero en ese momento se me rasgaron los ojos. Quité mis manos de mi cara y sentí la brisa helada recorriendo heridas finas sobre los globos oculares, pensé que si lloraba drenaría el líquido en su interior. Aterrado, cerré los párpados y me dirigí a la puerta guiándome con las manos y los pies. En el silencio profundo mi corazón estremecía mi cuerpo; al tocar el borde de la puerta se me impuso una idea morbosa: del otro lado, muy cerca de mí, alguien me esperaba sin hacer ruido, apenas conteniendo la emoción con gestos deformados. Me sentí atrapado, desesperado, aborrecí mi cobardía pero me vi incapaz de moverme, de pensar, tirado en un rincón sin escape con la cara roja y los ojos lacerados.

Abrí por fin los ojos en la oscuridad. El sueño se desvaneció pero yo no me consolé. Encendí una luz, busqué mi libreta y quise leer algo; mis ojos estaban demasiado secos, busqué mis gotas y vertí una en cada ojo. Leí:

Un campo silvestre y colorido se extiende bajo mis pies, mantos de nubes nos cubren por horas. El mundo se pierde en la distancia, todos sus caminos conducen a la neblina, a otros mundos, desde este invisibles. Tres jinetes recorren el campo (siempre habían sido dos), sus caballos dominan el lugar, las nubes iluminan su pelaje zaino. Desaparecen detrás de unos montículos floreados y dejan tras de sí el malva extendido en el cielo. De pronto una voz:
«Es una profecía».
La sensación de haber experimentado esto cuando yo era… ¿distinto? La dimensión de un abismo del que escapó un eco, luego la distancia entre el malva de las alturas y las plantas de otoño. Me detengo en un silencio, miro. El mundo es el mismo, la brisa sopla apenas, la neblina recorta los senderos. Pero hay algo diferente en él, o en mí, que estoy en él; algo naciente y turbio, como una palabra…

Detuve aquí la lectura: recordé el tatuaje que había visto en el umbral del sueño, y mientras mi cuerpo hervía de sospechas…

~  *  ~

Ahí acababa la última hoja, el resto del texto estaba perdido para siempre. Laura por fin se decidió a tirar todo a la basura.