6.5.13

Un fragmento evanescente

La Ilíada, XXIII, 59110:

Aquiles se dirigió a la playa seguido de los mirmidones, se tumbó sobre la rubia arena, muy cerca del mar, y se entregó de nuevo a su dolor; sin embargo, pronto lo venció el sueño, fatigado como estaba del pesar y por haber estado combatiendo todo el día. El sueño se derramó dulcemente en torno suyo. Pero, apenas dormido, el alma de Patroclo, semejante por completo a Patroclo cuando aún vivía, se le apareció: tenía su misma estatura, sus mismos ojos, su misma voz, su misma manera de andar y hasta las vestiduras que llevaba el día del combate. Se puso a la cabecera del hijo de Peleo y le dijo estas palabras:

—¿Duermes, Aquiles, y me tienes olvidado? ¿Por qué, muerto, me abandonas, habiéndote cuidado tanto de mí cuando vivía? Entiérrame sin tardanza, para que pueda atravesar enseguida las puertas del Hades, porque ahora las sombras de los muertos me rechazan y no quieren que me una a ellas, forzándome con su hostilidad a vagar alrededor del espacioso palacio de Hades. Dame, pues, la mano, te lo pido llorando, para que te dé el postrero adiós; porque cuando me erijáis la pira y consuman mi cuerpo las llamas, no volveré más del Hades. Adiós, querido Aquiles, adiós; ya no podremos gozar nunca del inefable placer de confiarnos nuestros más ocultos pensamientos lejos de nuestros compañeros, como hacíamos cuando yo gozaba de la existencia, ya que el cruel destino que me ungió el día de mi nacimiento me ha arrebatado. Pero tu vida, Aquiles, no será tampoco larga ni dichosa: como yo, sucumbirás al pie de las murallas de Ilión. Te pediré otra cosa, por si quieres concedérmela: manda el día de tu muerte que reposen tus huesos junto a los míos, porque juntos nos criamos en tu palacio, desde que mi padre me llevó desde Opunte a tu lado, por culpa del nefando homicidio que cometí cuando me encolericé jugando a las tabas y maté sin quererlo al hijo de Anfidamante. El ilustre Peleo me albergó en su mansión, me crió con todo esmero y me nombró tu escudero; ya que, como te digo, no nos hemos separado en vida, que así también guarde nuestros huesos la urna de oro que te regaló tu madre.


Aquiles le contestó sin despertarse:
 

—Querido Patroclo, ¿por qué vienes a encargarme estos menesteres? ¿Tienes alguna duda de que te obedeceré, haciéndolo todo como tú me lo mandas? Pero acércate y abracémonos, aunque sea por breves instantes, a fin de que gocemos el placer de llorar juntos.
 

Diciendo estas palabras, le tendió sus brazos, sin lograr asirlo: el alma se desvaneció como si fuera humo y penetró en la tierra lanzando agudos suspiros. Aquiles se levantó entonces conturbado, y, dándose una palmada, dijo con lúgubre voz:
 

—¡Oh dioses! ¿Es verdad que las almas persisten, después de muertas, en los infiernos? Ha estado cerca de mí la de Patroclo toda la noche, semejante por entero a él cuando vivía, derramando lágrimas y lanzando suspiros, para mandarme lo que tengo que hacer.
 

Pronunció estas palabras acompañadas de copiosas lágrimas y de suspiros tan hondos que suscitó en todos los que lo veían muy vivos deseos de llorar. Y aún se hallaban junto al cadáver gimiendo dolorosamente cuando la Aurora, de rosados dedos, se desplegó con dulzura.

1 comentario:

Yayo Salva dijo...

Leer tus nuevos escritos me produce el sentido placer de un reencuentro largamente esperado. Y me alegro enormemente.